José Cruz es hijo de campo. Un hombre de tierra. Su pintura está impregnada de tierra, sus desnudos son de barro. Y sus personajes son sembradores de estrellas, cosechadores de cometas.
José es mexicano, entonces místico. Sus cristos consuelan los santos, sus monjes de la conquista comparten con los aztecas el maíz con la religión. Y en el funeral del escritor público del pueblito, todos van sonrientes y apacibles porque saben que la poesía nunca muere.
Sus mujeres son indígenas, fuertes, pacientes: el día que se va acabando todavía será bien largo y mañana quien sabe.
Embarazadas se visten de transparencia, orgullosas de sus panzas redondas, fértiles, llenas de promesas y de ilusión, olvidando por un momento su miseria.
Sus perros escuchan, cerrando un poco los ojos, atentos, el sonido de la flauta que les toca su amo cuando duerme el sol. Me encantan sus animales, me permiten por un momento olvidarme de los hombres.
Philippe Carrete, coleccionista.
San Luis Potosí, Enero de 2008.